Vista
También la vista y el oído son órganos de tacto más que la mano, en la ciudad. Indican el espacio y el movimiento en tres dimensiones, donde todo lo que ocurre corresponde exclusivamente a la cinética y se refiere a nuestra seguridad personal. Nuestros oídos calculan precisamente la distancia del peligro y la vista pierde su cualidad óptica para reducirse a una función compleja de espuela, rienda y freno, al gobierno material del cuerpo que anda entre cuerpos contra los que no hay que chocar. Fisiológicamente y según el plan de organización de los seres vivos, el oído y la vista tienen misiones puras, y por eso los órganos están constituidos según la maravillosa técnica de los instrumentos estéticos; en la ciudad tienen una función táctil, como herramientas que se aplican directamente a las cosas. Anticipan el impacto y repelen los objetos o buscan los senderos expeditos en la maraña de obstáculos móviles. La vista no es empleada para percibir las formas y los colores cuanto las masas en movimiento y su proximidad. Si vieran el color, las formas y los dibujos, no avanzaríamos mucho, porque a cada instante hay en la ciudad prodigios de esfumaturas, matices y detalles que nos fascinarían. Ni más ni menos que la naturaleza, tiene escondidos tesoros en cada partícula de su masa informe, en los panoramas y en los pormenores. La luz, el color y las formas derrochan obras maestras en un pedazo de pared, entre las ramas de un árbol que tiene detrás un edificio, en una perspectiva irregular, en una cornisa, en un zaguán. Marchamos pisando joyas. En un maremágnum de imágenes quebradas, de escorzos y de porciones de belleza virginal. Lo que Cellini veía en cada relieve anatómico de un cuerpo hermoso, es posible ver en cada fragmento de la ciudad. ¿Quién puede andar de rodillas? Nuestros ojos tiran de nosotros como un cabestro.
Cuando Kate Weintzel nos enseñó a mirar con atención rincones y trozos insignificantes de la ciudad con su ojo fotográfico —una caja de fósforos junto a la rueda de un coche, un pedazo de puerta al sol, una pierna que sube la escalera—, comprendimos que nuestros ojos están ciegos. No nos sirven nada más que como lazarillos para cruzar las calles, no tropezar con otros y ganarnos la vida. El ojo ideal sería la célula fotoeléctrica. La ciudad pervierte así nuestros sentidos y, finalmente, nuestra inteligencia, que en vez de ser órgano de percibir la belleza, el bien y la verdad, se convierte en órgano de lucha y defensa, ocupado en eludir peligros y en acrecentar las reservas de pequeña ventajas acumulativas. Inteligencia en la yema de los dedos, como el ojo del ciego.
En este orden de cosas, Buenos Aires todavía no ha sido descubierto, y aun para los que acostumbramos acariciarlo voluptuosamente con la vista, todos los días tiene sorpresas de emoción que venimos a estimar cuando estamos lejos de allí. La estética de la ciudad, ¿corresponderá al álbum más que al libro?
Oído
Si se tratara de suprimir los ruidos molestos la ciudad entraría en un pozo de silencio, pues en la ciudad todos los ruidos son molestos. Hasta el sonido se deforma y degrada como si perdiera el alma, pues el ruido es el cadáver del sonido. La jazz es la ampliación ciudadana de la música de cámara. Los altoparlantes demuestran que por razones acústicas y a semejanza de lo que resulta con los espejos curvos, toda imagen de sonido es convertida en caricatura por la ciudad, es decir, en ruido. Apenas recuerda uno como algo paradisíaco aquellos tiempos en que los vendedores ambulantes pregonaban su mercancía con voz clara y fresca, particularmente el pescado. Sonaban las notas finales del pregón como una proeza de ópera, y la frescura de la voz anticipaba el sabor de los langostinos y las ostras. Hasta la voz de cuerno del mayoral de tranvía parecía el solo de Sigfrido, y cada uno tenía su frase melódica, como en Wagner. Salía la voz retorcida con la figura sonora del cuerno, acompañada de herraduras en el empedrado. Los días de lluvia, esas notas pastoriles arrastraban la ciudad entera como en una carreta hacia los campos, y los chicos nos quedábamos en las puertas como si viajáramos.
El clarín de los bomberos emocionaba como al griego antiguo la recitación en un canto de la Ilíada. Pasaban las bombas como si llevaran más llamas al incendio, y el clarín era una lengua de fuego. Las bandas romantizaban las tardes de las plazas y Malvagni hacía sonar las luces de sus anillos. Música para sentase un rato a su sombra fragante; música para huérfanos. Pudo ser que nuestros oídos no supieran entonces distinguir bien un ruido de un sonido; pero es más probable que hoy la ciudad deforma y envilece los sonidos y que la edad del organillo y de las serenatas se llevó consigo una sensibilidad. La voz de los pregoneros y de los lecheros que cantaban estribillos, enmudeció; los serenos no existen; la sirena reemplazó al clarín; el vendedor de barquillos y el afilador que ejecutaban con una unción que les salía del alma, desaparecieron; los altoparlantes a disco reemplazan a la vibrante voz de las arengas, los escapes y explosiones y el crujido de los frenos a la geórgica voz de las trompas de asta que cantaban refranes de amor. Todo esto ocurrió hacia el año que murió Carriego. Ruidos de contenido furor, producidos con el pie o con la mano y no con las laringes y las estrangules, resecan el aire y apergaminan los tímpanos. La ciudad se ha tragado las voces individuales y en cambio emplea su estentórea voz colectiva, de fuerza industrial, de aviso perentorio de que junto a nosotros pasa rodando la muerte.
Tampoco son los mismos individuos eufónicos los que dialogan en las orquestas populares, ni cuentan las mismas cosas. Buenos Aires cambió de voz a falsete. Muchos años, desde que comenzó la pasión del tango, hasta lo que podríamos llamar la era de Pacho y Berto, como los ingleses dicen la era victoriana, el instrumento preferido del pueblo fue el bandoneón. Era su voz de gris y húmedo timbre, vibrante de un eros contenido y muscular, más hombruna y sensual que la de ahora. La nota nítida y gruesa, emitida con la redondez del tubo donde el viento la formaba y expulsaba, ampliábase luego como el goterón de lluvia que absorbe la tierra caliente y a la luz de las lámparas de acetileno era como un hipnótico de cloroformo y cantárida.
La guitarra y la flauta acompañaban al bandoneón como la novia y la hermana, y completaban el trío de las voces de la sensualidad imbricada. En los bailes familiares el arpa, el piano y la flauta llevaban en sus alas de paloma de tarjeta postal, valses, schotis, polkas y lanceros. La flauta acentuaba con su sístole la síncopa del tango y siempre en ella se reconocía esta virtud que le atribuyó Berlioz: e poco a poco en el lamento, en el gemido y en la amargura de un alma resignada...»(1)
Más tarde la flauta fue desterrada por completo de nuestras orquestas populares y el saxófono ocupó su sitio, más flexible y a la línea quebrada de la jazz, esa música de prohibicionistas que gustan del alcohol clandestino. Bandurria y gaita eran instrumentos de rondillas y desterrados. Así como el acordeón venció, tierra adentro, a la vihuela tradicional, así el bandoneón venció en la metrópoli y acabó incorporándose con nuevas técnicas a la orquesta típica de los cafés y a las bodas de obreros. La guitarra tiene todavía hoy en la radio una íntima fascinación, y como casi siempre trae del fondo de la vida rural sus perfumes campestres, llega en las zambas y vidalitas con el encanto nostálgico de tierras y años perdidos. Siguen después los instrumentos de las bandas, voces cosmopolitas y extrañas a nuestra sensibilidad lunática.
La promiscuidad de vida ha creado una promiscuidad de voces. Toda la orquesta de la jazz, con sus instrumentos de ricos matices de timbres y temperaturas, ha pasado a primer plano. El ukelele, el saxófono, el oboe, el clarinete, se enseñorean de la orquesta, como reyes legítimos que de ella son. Han creado una sensibilidad superpuesta que ofusca los sentidos pero que no nos llega al corazón. Podría hacerse una estadística de la extranjería al confrontar los programas de los bailes populares y de los cafés danzantes. Una voz nueva ha sido el cantor solista, parodiado de la jazz, extraño a su papel, todavía no aclimatado, que trae a la melodía modernizada de la canción, su quejido de barrio pretérito, a igual distancia de la quejumbre indígena y de la bravura del virtuoso.
He de tratar aparte la concertina, flor espiritual y evangélica de los instrumentos, que sólo se oía en los circos y en los números de acróbatas excéntricos del Casino, los domingos por la tarde, por ejemplo, cuando ese teatro era accesible a las familias y a los niños. sí; instrumento cuya voz suena sobre nubes, nimbando rostros angélicos, con sonidos que equivalen a los frescos colores del arco iris y de las mejillas y frentes de las jovencitas apenas púberes, con el candor de la alegría de la primera ráfaga del amor. Sin analogías con el bandoneón, que en la madurez del adulto en la edad de los deseos lóbregos, la concertina levanta su hálito de percalinas, piqués almidonados, gasas traslúcidas y sombreros de paja con cintas. Así vi yo una concertina en una fiesta infantil, seguramente en la fiesta de la Primavera, hace muchos años, allá por el 1874 ó 1904, ya no recuerdo bien. Y esta lámina se liga a otra, como dos imágenes superpuestas en una vitela.
En la Plaza Constitución, los domingos, solían congregarse oficiales y soldados del Ejército de Salvación en los comienzos de la prédica. Cinco apóstoles de la nueva fe, con cinco voces falsas, desgastadas, ausentes, salmodiando la Biblia. Eran aquellos años de ciclones y volcanes —¿se acuerda usted?—, cuando nueve años más tarde pasó otra vez Beatriz desdeñosa, y el alma andaba por un lado y el cuerpo por el otro. Al atardecer formaban un círculo aquellos pintorescos cruzados de uniforme marcial, tan lejos de la mística de San Francisco como de la épica de Don Ignacio de Loyola, aunque inflamados por la misma ola de fervor. Caía la tarde entre los árboles, con un amarillo de ámbares y hojas marchitas; el aire de una remota y árida soledad hería como un cuchillo, y cuerpos de carne fatigada entraban y salían de la estación. Parece un sueño, ahora. Después de un breve sermón, apenas comprensible, emitido por la nariz que apretaban los lentes junto a las fosas, aquellos ridículos soldados de la fe entonaban un cántico acompañado por las notas siempre bíblicas de la concertina. Cantaban de Jehová, de los ángeles y de los suplicios del Salvador. Las voces, levantadas por las alas de la concertina, atravesaban nuestros pechos y se esparcían por la gigantesca ciudad vacía, como un bálsamo para los tristes y afligidos. A los dieciocho años, estos espectáculos tienen siempre la virtud de atraer a los elegidos: . Las voces, en inglés, fluían y perdíanse indiferentes. Asociada a ese cántico de desconocidos, en un lenguaje extraño, con la concertina como honda identidad, el alma encontraba un instante de compañía y como de consuelo en tanta soledad. Poco después la plaza quedaba otra vez en silencio, manchado de luces y de ruidos. Las estrellas arriba y lágrimas salobres y calientes sobre la cara.
Tacto
El tacto de la ciudad es percibido por los pies. La mano es inútil para palpar la ciudad. No podemos entrar con ella en contacto si no es por los pies; se la palpa caminando y durísima. En verdad, refractaria. Ésa es su piel, de pavimento. De acuerdo con las teorías de la evolución, que explican el casco del solípedo para la acción mecánica de la percusión en la marcha, el pavimento debe explicarse por los mismos factores que el carapacho del armadillo y la dermis del paquidermo. Pero lo cierto es que la piel de pavimento, cuya dureza mineral perciben nuestros pies y la comunican en el cansancio y el mal humor a toda la psique, es aisladora y hostil(1). Es una planchada, especie de magma que separa al hombre del mundo. Cuando la Municipalidad deja, con exquisito gusto, algunas cuadras de vereda sin empedrar, el pie toma contacto directo con la naturaleza de todo el país y no es sólo el alivio para los pies fatigados, sino la sensación casi táctil de ese contacto. Sube por las piernas al corazón la sensación de bienestar que suministra siempre la tierra. La planta del pie siente la elasticidad de la tierra, que sobre el pavimento se produce a expensas de los tejidos vivos. Cede ella en vez de hacernos ceder a nosotros.
También desde el punto de vista darwiniano es el pavimento una defensa económica de la ciudad para mantener su tránsito. Nos obliga a tomar un vehículo aun por pocas cuadras. Toda marcha a pie es agotadora; en verano se une a la dureza de la piedra el calor, y en invierno el frío. Una ciudad no ha sido adoquinada para caminar por ella sino para recorrerla en coche. El coche es el peatón natural de la ciudad; el neumático, no el pie; la llanta de hierro, no la pata. Para a pata se ha ideado la herradura, que preserva el casco como el pavimento a la tierra; para el pavimento se ha fabricado el automóvil.
En cambio, el campo invita a marchar. La pampa es también movimiento, pero no pesimismo y desaliento, sino ejercicio y salud. Aun los hombres ricos gustan allí de caminar, como aquí los pobres de andar en automóvil. Mucho de la manía del automóvil que aqueja a los porteños es una especie de reuma y de cansancio. A Ford le convendría hacer pavimentar por su cuenta el mundo entero. No es un descubrimiento mío que el automóvil ha sido creado por la necesidad del pavimento y no de la comodidad. Constitucionalmente ningún ser humano prefiere en estado de salud caminar sentado a caminar a pie, pero el reuma y el adoquín son dos asociados de las fábricas de automóviles. El agente intermediario entre el fabricante y el empedrado es el gusto del confort y el lujo. Esa tendencia al lujo y la comodidad nacen inconscientemente de los pies, que es algo así como la raíz del cuerpo y el almácigo del pesimismo sistematizado.
Después del pie, sigue el cuerpo como órgano urbano de palpación. Vemos cantidad de personas que en las aglomeraciones y en los lugares concurridos frotan su cuerpo, como inadvertida o inevitablemente. Se diría que tienen el traje sensible como la piel, y la piel eléctrica como los gatos. La mano es utilizada en última instancia, porque en la mano está siempre la responsabilidad. Como que la mano es el más consciente de los aparatos del hombre y el más responsable, según lo demuestran las historias de la civilización y de la moral. La ciudad tiene un traje de la piel y una piel del traje. Bástale a muchos ese roce furtivo para consuelo de su orfandad, y solamente las mujeres no comprenden bien esto.
Olfato
La ciudad atrofia los sentidos: acorta y enturbia la vista, encallece el pie, embrutece el oído. El olfato es atrofiado insensiblemente, como sentido de la intemperie y de los efluvios terrestres. ¿Quién huele la ciudad? Es inodora. Tendrá su olor, pero no lo percibimos nosotros, como lo demuestra el hecho de que tenemos que ponernos a pensar a qué huele. Sólo llegando de las sierras, del mar o del campo, se barrunta apenas: humedad, gases de combustión, alquitrán, polvo y el complejo de las emanaciones que salen de los negocios, las casas de vecindad, los depósitos de comestibles. Cuando en cambio vamos de la ciudad al campo, el olfato se rehabilita. Percibe el aroma de las hierbas, de la tierra seca o húmeda, de los árboles, del aire y sus matices, de las flores y los animales invisibles. Este sentido, inexistente en la ciudad, sale de su letargo y redescubre el mundo. Como sentido el más adjunto a lo orgánico y vital, se restaura en seguida aunque se lo amortigüe al extremo. Tiene tendencia, la ciudad, a velar los sentidos en una especie de anticipo exquisito de la muerte, y para eso comienza a homogeneizar los olores; cada simple olor va disuelto en un tono urbano y todos juntos dan la suma de su olor, que al fin no percibimos. Todo tiene algo de pintado, para el olfato. Las flores de la ciudad son adornos para la vista; las de los cementerios tienen un olor funeral y la de los ramos huelen a florería más que a flor. El papel pintado es la imagen gráfica del olfato en la ciudad. No olemos nada, vemos más bien. El olor de Buenos Aires es una droga anestésica. Las iglesias, los Bancos y las tiendas perduran en sus notas olfativas genéricas y acaso únicamente los teatros y cines tienen un repertorio particular de olores, conforme a los programas. En fin, tenemos sordera de olfato.
El olor de Buenos aires es cambiante y sutil, y si no tiene olor para nosotros es porque, en general, no la entendemos. El forastero trae su nariz cosmopolita obturada; al campesino le duele la cabeza y no sabe por qué. Antes Buenos Aires olía para todos, de creer a Hudson, hombre fidedigno como el que más. Él llamaba a Buenos Aires , porque la conoció cuando estaba en plena faena de servir a las industrias capitales del país(1). Ahora que sirve a las industrias del extranjero, no tiene olor: non olet, como Vespasiano decía del dinero de los impuestos a las cloacas.
La zona sur daba entonces olor a Buenos Aires. Ahí estaban los saladeros; olor de matadero y tenería(2). Como aun en ciertas noches de verano sahumaba su husmo de carne descompuesta o hervida sobre la silenciosa paz de los habitantes, contrarrestado por los aromas forestales de los otros barrios(3). Antes de hacernos perder nuestro olfato ha ido perdiendo su olor. Hace pocos años —veinte— el ciego podía aún orientarse por el olfato. Las farmacias emanaban prismas de alcanfor, desinfectantes, pastillas de goma e ingredientes de recetas complicadas; las tiendas, de jabones perfumados y telas, géneros y ambiente de cueva encantada; los mercados, de carne, pescado, frutas, hortalizas, bien definidos; los corralones, de estiércol; las fondas, de guisados y restos de vino en el mantel. Las notas que ofrecía al acto olfativo del ciego eran más nítidas, diferenciadas en relieves, y no necesitaba él de quien le guiase. Por eso ahora hay muchos menos ciegos por las calles; andan desorientados y perdidos por donde no se los puede encontrar. La locomoción a sangre saturaba de hierbas fermentadas el ambiente; las victorias y los carros cargados irradiaban efluvios que lo orientaban a uno y lo aseguraban de la estabilidad del barrio entero. Hoy son la nafta, el aceite quemado, las mecanizadas moléculas emitidas por los motores y el asfalto, cuando hace calor, lo que predomina sobre todos los olores característicos, hasta el punto de formar un olor homogeneizado que parece el de la Corporación Nacional de Transportes.
Los días de lluvia huele la ciudad en los cinematógrafos y especialmente en los cafés, tranvías y ómnibus. La humedad despega de las ropas una emanación que pertenece por igual al cuerpo del individuo y al de la ciudad, que depositan juntos sus exudaciones en el traje. En esos días Buenos Aires surge personal de la cáscara de los olores generalizados. Sí; es él.
La nariz de los extranjeros tampoco es testimonio eficaz. Buenos Aires huele a limpieza, a salud, a bienestar, a papel moneda, a lo que no significa nada para el olfato. Hamlet, ¿qué pensaría? Londres huele a carbón lejano y húmedo; París a tapices; Nueva York a cedro y bronce bancarios; Roma a piedra; Madrid a cocido y Buenos Aires ¿a qué? No podría decirlo, pero con la certeza del animal aquerenciado, la distinguiría de todas las restantes ciudades del mundo. Conocemos que cada barrio tiene su repertorio de aromas, y asimismo las casas de escritorios, los inquilinatos, los hoteles y, sin embargo, la definición se encierra en un enigma de cielo estrellado. ¿Serán las mujeres las que dan perfume y vida a las ciudades? ¿serán ellas las que ponen signos recognoscibles en las cosas de la ciudad? ¿se ligará a sus cuerpos y sus ropas aquel instinto de la querencia con que dije que era posible descubrir a ciegas a Buenos Aires en el mundo? Al pasar, cada mujer nos brinda una variedad local de colonias y extractos y corpúsculos de su ser, que suelen diversificarse siempre dentro de la tonalidad en moda y del barrio, la hora y el lugar precisos, conservando una tónica fundamental que condiciona los demás sutiles olores de las cosas. Señalaríamos sin error nuestra ciudad como el amnios vital donde existimos con la vida profunda del organismos aclimatado. Belgrano, Palermo, Boca, Chacarita, Caballito, tienen una resultante olfativa peculiar, como tienen su luz vespertina y su acento, y esto sólo puede sentirse como formando un plexo de notas vitales, orgánicas, que actúan sobre el instinto de la permanencia, como quizá la fuerza de cohesión de los animales gregarios, generalmente de olfato muy desarrollado.
Sólo percibimos la suma y no los sumandos de las cosas; no olemos, ni vemos, ni oímos las cosas sino la ciudad que ahora non olet.
Gusto
Un observador poco perspicaz podría sentar el axioma de que lo fundamental en las comidas es el tiempo y no el menú. En los grandes hoteles y en los antiguos hogares, comer es un acto complicado que insume un par de horas por lo menos; en los restaurantes de mediana categoría y en los comedores burgueses poco menos de una hora, y en los restaurantes económicos, bares automáticos y dormitorios de pobres, algunos minutos. El tiempo de las comidas no guarda relación directa con el tiempo de la indigestión; de modo que se trata más bien que de los alimentos, del conjunto de los otros factores aparentemente extraños al acto de alimentarse, como las vitaminas lo son al volumen de lo que se ingiere. En fin, el menú suele ser con frecuencia el epítome culinario de la clase de vida que se lleva.
El gusto es un sentido que en el habitante de la ciudad va implícito en su situación social. Comemos bien, sin sibaritismo y sin personalidad, porque el gusto del porteño se ha tornado también mecánico y cosmopolita. El menú de nuestros abuelos, constituido por veinticinco platos distintos, conservaba un paladar nacional por el predominio de las carnes, especias y demás ingredientes preparados conforme a recetas oriundas del país o adaptadas desde siglos. Hoy en un almuerzo de tres platos reunimos tres países triangulares del globo, y no falta la promiscuidad de los banquetes oficiales donde el menú es un ágape de confraternidad internacional. Para nosotros comer no tiene nada que ver con lo que decimos y vivimos. Excepto los vegetarianos y dispépticos, nadie tiene prejuicios de raza en la comida. La mesa suele ser un programa de extrema izquierda, y no sé hasta dónde éste es un motivo de permanente lasitud de la nacionalidad, o de la anarquía en política y en ética. Se come de todo, sin discernimiento, pero no en cualquier parte ni a cualquier hora.
En los grandes hoteles, cuyos ventanales se le antojaban a Paul Morand palcos escénicos a la calle, se hace la fiesta de gala de la comida, mientras que en los bares automáticos se come como quien llena un zurrón. En unas partes se festeja bien y en otras se come mal.
El amante de las cosas del país puede encontrar locro, humita, empanadas, achuras asadas y otros platos nacionales, pero tendrá que dirigirse a casas que se especializan en esa clase de viandas exóticas. Lo que encontrará muy abundantemente son los platos tradicionales de nuestra cocina española, italiana y francesa. En resumidas cuentas, el puchero y el asado han permanecido hogareños; y si el visitante ha de guiarse sólo por el menú, difícilmente sabrá en qué país se encuentra. Tenemos el estómago poligloto e internacional.
Casi familiar, aunque precisamente donde hay menos familias y familiaridad, algunas casas sirven comidas módicas a precios económicos. Comedor familiar quiere decir únicamente comedor para pobres, dándosele al adjetivo la significación que tiene lo proletario con respecto a la prole.
Por pocos centavos pueden comer las vendedoras de tiendas, dactilógrafas y aquellos empleados y obreros de corto sueldo y larga jornada, cuando no quieren vender su patrimonio por un plato de lentejas. Comen la sopa, algún guiso, pan, y descansan un rato. Con muy poco puede vivir una persona, y aunque se ganara menos y se trabajara más, todavía se hallaría la forma de tirar adelante con la vida. Según estadísticas realizadas por personas competentes en la materia, con setenta y ocho pesos con cuarenta y cinco centavos puede vivir un matrimonio con dos hijos, incluyendo los gastos de tabaco del marido, alguna minucia de los caprichos de la mujer y el depósito de un peso en Caja de Ahorros para los chicos.
En esos comedores, instalados según el modelo del asilo para marineros, que son comercios aunque tienen el aspecto de asilos de caridad, entran gentes de todo matiz dentro de la variedad del obrero y del empleado, sobre todo las empleadas, que no pueden sentarse en el umbral a comer su merienda. Muchachas que visten bien, o a la manera de las que visten bien; muchachas que tienen vergüenza de que se las vea entrar en esos comedores, como si fueran a casas de cita. ¡Pobrecitas, con tanta abnegación y tanto pudor en la pobreza! Llegan, se sientan procurando hacer también economía del espacio que ocupan, y miran los precios de la lista antes que los platos. Piden lo que corresponde al precio, que casi siempre coincide con algo que estaban dispuestas a comer. En estos comedores se ve que la mujer necesita mucho menos espacio y mucho menos alimento que el hombre; son capaces de conformarse con su destino más heroicamente. Si después de haber comido se quedan un poco más, y esto suele estar en relación con la suma gastada, es porque no tienen adónde ir hasta la hora de volver al empleo. Algunas aprovechan para leer. Probablemente una novela —un poco autobiográfica— o los avisos de un diario del que han conservado sólo media hoja. No les interesan las noticias siempre tan abundantes sobre los sucesos mundiales, ni los acontecimientos importantes del país, como las elecciones u otras bagatelas por el estilo. Se limitan a leer en esta columna de esa página arrancada, algunos avisos jeroglíficos que sólo ellas entienden: .
No falta quien las mire insinuante, con el ofrecimiento fraternal de sí mismo a que lo obliga la situación similar en que se encuentran y también porque toda mujer que padece —pobreza, luto reciente, temor, vergüenza— excita al varón. Ellas bajan la cabeza; extraen con prisa de su cartera el lápiz de y el espejito, pagan y se apresuran a salir. Porque podrían creer que todavía necesitan comer algo más —y ellas están satisfechas.
Oído
Si se tratara de suprimir los ruidos molestos la ciudad entraría en un pozo de silencio, pues en la ciudad todos los ruidos son molestos. Hasta el sonido se deforma y degrada como si perdiera el alma, pues el ruido es el cadáver del sonido. La jazz es la ampliación ciudadana de la música de cámara. Los altoparlantes demuestran que por razones acústicas y a semejanza de lo que resulta con los espejos curvos, toda imagen de sonido es convertida en caricatura por la ciudad, es decir, en ruido. Apenas recuerda uno como algo paradisíaco aquellos tiempos en que los vendedores ambulantes pregonaban su mercancía con voz clara y fresca, particularmente el pescado. Sonaban las notas finales del pregón como una proeza de ópera, y la frescura de la voz anticipaba el sabor de los langostinos y las ostras. Hasta la voz de cuerno del mayoral de tranvía parecía el solo de Sigfrido, y cada uno tenía su frase melódica, como en Wagner. Salía la voz retorcida con la figura sonora del cuerno, acompañada de herraduras en el empedrado. Los días de lluvia, esas notas pastoriles arrastraban la ciudad entera como en una carreta hacia los campos, y los chicos nos quedábamos en las puertas como si viajáramos.
El clarín de los bomberos emocionaba como al griego antiguo la recitación en un canto de la Ilíada. Pasaban las bombas como si llevaran más llamas al incendio, y el clarín era una lengua de fuego. Las bandas romantizaban las tardes de las plazas y Malvagni hacía sonar las luces de sus anillos. Música para sentase un rato a su sombra fragante; música para huérfanos. Pudo ser que nuestros oídos no supieran entonces distinguir bien un ruido de un sonido; pero es más probable que hoy la ciudad deforma y envilece los sonidos y que la edad del organillo y de las serenatas se llevó consigo una sensibilidad. La voz de los pregoneros y de los lecheros que cantaban estribillos, enmudeció; los serenos no existen; la sirena reemplazó al clarín; el vendedor de barquillos y el afilador que ejecutaban con una unción que les salía del alma, desaparecieron; los altoparlantes a disco reemplazan a la vibrante voz de las arengas, los escapes y explosiones y el crujido de los frenos a la geórgica voz de las trompas de asta que cantaban refranes de amor. Todo esto ocurrió hacia el año que murió Carriego. Ruidos de contenido furor, producidos con el pie o con la mano y no con las laringes y las estrangules, resecan el aire y apergaminan los tímpanos. La ciudad se ha tragado las voces individuales y en cambio emplea su estentórea voz colectiva, de fuerza industrial, de aviso perentorio de que junto a nosotros pasa rodando la muerte.
Tampoco son los mismos individuos eufónicos los que dialogan en las orquestas populares, ni cuentan las mismas cosas. Buenos Aires cambió de voz a falsete. Muchos años, desde que comenzó la pasión del tango, hasta lo que podríamos llamar la era de Pacho y Berto, como los ingleses dicen la era victoriana, el instrumento preferido del pueblo fue el bandoneón. Era su voz de gris y húmedo timbre, vibrante de un eros contenido y muscular, más hombruna y sensual que la de ahora. La nota nítida y gruesa, emitida con la redondez del tubo donde el viento la formaba y expulsaba, ampliábase luego como el goterón de lluvia que absorbe la tierra caliente y a la luz de las lámparas de acetileno era como un hipnótico de cloroformo y cantárida.
La guitarra y la flauta acompañaban al bandoneón como la novia y la hermana, y completaban el trío de las voces de la sensualidad imbricada. En los bailes familiares el arpa, el piano y la flauta llevaban en sus alas de paloma de tarjeta postal, valses, schotis, polkas y lanceros. La flauta acentuaba con su sístole la síncopa del tango y siempre en ella se reconocía esta virtud que le atribuyó Berlioz: e poco a poco en el lamento, en el gemido y en la amargura de un alma resignada...»(1)
Más tarde la flauta fue desterrada por completo de nuestras orquestas populares y el saxófono ocupó su sitio, más flexible y a la línea quebrada de la jazz, esa música de prohibicionistas que gustan del alcohol clandestino. Bandurria y gaita eran instrumentos de rondillas y desterrados. Así como el acordeón venció, tierra adentro, a la vihuela tradicional, así el bandoneón venció en la metrópoli y acabó incorporándose con nuevas técnicas a la orquesta típica de los cafés y a las bodas de obreros. La guitarra tiene todavía hoy en la radio una íntima fascinación, y como casi siempre trae del fondo de la vida rural sus perfumes campestres, llega en las zambas y vidalitas con el encanto nostálgico de tierras y años perdidos. Siguen después los instrumentos de las bandas, voces cosmopolitas y extrañas a nuestra sensibilidad lunática.
La promiscuidad de vida ha creado una promiscuidad de voces. Toda la orquesta de la jazz, con sus instrumentos de ricos matices de timbres y temperaturas, ha pasado a primer plano. El ukelele, el saxófono, el oboe, el clarinete, se enseñorean de la orquesta, como reyes legítimos que de ella son. Han creado una sensibilidad superpuesta que ofusca los sentidos pero que no nos llega al corazón. Podría hacerse una estadística de la extranjería al confrontar los programas de los bailes populares y de los cafés danzantes. Una voz nueva ha sido el cantor solista, parodiado de la jazz, extraño a su papel, todavía no aclimatado, que trae a la melodía modernizada de la canción, su quejido de barrio pretérito, a igual distancia de la quejumbre indígena y de la bravura del virtuoso.
He de tratar aparte la concertina, flor espiritual y evangélica de los instrumentos, que sólo se oía en los circos y en los números de acróbatas excéntricos del Casino, los domingos por la tarde, por ejemplo, cuando ese teatro era accesible a las familias y a los niños. sí; instrumento cuya voz suena sobre nubes, nimbando rostros angélicos, con sonidos que equivalen a los frescos colores del arco iris y de las mejillas y frentes de las jovencitas apenas púberes, con el candor de la alegría de la primera ráfaga del amor. Sin analogías con el bandoneón, que en la madurez del adulto en la edad de los deseos lóbregos, la concertina levanta su hálito de percalinas, piqués almidonados, gasas traslúcidas y sombreros de paja con cintas. Así vi yo una concertina en una fiesta infantil, seguramente en la fiesta de la Primavera, hace muchos años, allá por el 1874 ó 1904, ya no recuerdo bien. Y esta lámina se liga a otra, como dos imágenes superpuestas en una vitela.
En la Plaza Constitución, los domingos, solían congregarse oficiales y soldados del Ejército de Salvación en los comienzos de la prédica. Cinco apóstoles de la nueva fe, con cinco voces falsas, desgastadas, ausentes, salmodiando la Biblia. Eran aquellos años de ciclones y volcanes —¿se acuerda usted?—, cuando nueve años más tarde pasó otra vez Beatriz desdeñosa, y el alma andaba por un lado y el cuerpo por el otro. Al atardecer formaban un círculo aquellos pintorescos cruzados de uniforme marcial, tan lejos de la mística de San Francisco como de la épica de Don Ignacio de Loyola, aunque inflamados por la misma ola de fervor. Caía la tarde entre los árboles, con un amarillo de ámbares y hojas marchitas; el aire de una remota y árida soledad hería como un cuchillo, y cuerpos de carne fatigada entraban y salían de la estación. Parece un sueño, ahora. Después de un breve sermón, apenas comprensible, emitido por la nariz que apretaban los lentes junto a las fosas, aquellos ridículos soldados de la fe entonaban un cántico acompañado por las notas siempre bíblicas de la concertina. Cantaban de Jehová, de los ángeles y de los suplicios del Salvador. Las voces, levantadas por las alas de la concertina, atravesaban nuestros pechos y se esparcían por la gigantesca ciudad vacía, como un bálsamo para los tristes y afligidos. A los dieciocho años, estos espectáculos tienen siempre la virtud de atraer a los elegidos: . Las voces, en inglés, fluían y perdíanse indiferentes. Asociada a ese cántico de desconocidos, en un lenguaje extraño, con la concertina como honda identidad, el alma encontraba un instante de compañía y como de consuelo en tanta soledad. Poco después la plaza quedaba otra vez en silencio, manchado de luces y de ruidos. Las estrellas arriba y lágrimas salobres y calientes sobre la cara.
Tacto
El tacto de la ciudad es percibido por los pies. La mano es inútil para palpar la ciudad. No podemos entrar con ella en contacto si no es por los pies; se la palpa caminando y durísima. En verdad, refractaria. Ésa es su piel, de pavimento. De acuerdo con las teorías de la evolución, que explican el casco del solípedo para la acción mecánica de la percusión en la marcha, el pavimento debe explicarse por los mismos factores que el carapacho del armadillo y la dermis del paquidermo. Pero lo cierto es que la piel de pavimento, cuya dureza mineral perciben nuestros pies y la comunican en el cansancio y el mal humor a toda la psique, es aisladora y hostil(1). Es una planchada, especie de magma que separa al hombre del mundo. Cuando la Municipalidad deja, con exquisito gusto, algunas cuadras de vereda sin empedrar, el pie toma contacto directo con la naturaleza de todo el país y no es sólo el alivio para los pies fatigados, sino la sensación casi táctil de ese contacto. Sube por las piernas al corazón la sensación de bienestar que suministra siempre la tierra. La planta del pie siente la elasticidad de la tierra, que sobre el pavimento se produce a expensas de los tejidos vivos. Cede ella en vez de hacernos ceder a nosotros.
También desde el punto de vista darwiniano es el pavimento una defensa económica de la ciudad para mantener su tránsito. Nos obliga a tomar un vehículo aun por pocas cuadras. Toda marcha a pie es agotadora; en verano se une a la dureza de la piedra el calor, y en invierno el frío. Una ciudad no ha sido adoquinada para caminar por ella sino para recorrerla en coche. El coche es el peatón natural de la ciudad; el neumático, no el pie; la llanta de hierro, no la pata. Para a pata se ha ideado la herradura, que preserva el casco como el pavimento a la tierra; para el pavimento se ha fabricado el automóvil.
En cambio, el campo invita a marchar. La pampa es también movimiento, pero no pesimismo y desaliento, sino ejercicio y salud. Aun los hombres ricos gustan allí de caminar, como aquí los pobres de andar en automóvil. Mucho de la manía del automóvil que aqueja a los porteños es una especie de reuma y de cansancio. A Ford le convendría hacer pavimentar por su cuenta el mundo entero. No es un descubrimiento mío que el automóvil ha sido creado por la necesidad del pavimento y no de la comodidad. Constitucionalmente ningún ser humano prefiere en estado de salud caminar sentado a caminar a pie, pero el reuma y el adoquín son dos asociados de las fábricas de automóviles. El agente intermediario entre el fabricante y el empedrado es el gusto del confort y el lujo. Esa tendencia al lujo y la comodidad nacen inconscientemente de los pies, que es algo así como la raíz del cuerpo y el almácigo del pesimismo sistematizado.
Después del pie, sigue el cuerpo como órgano urbano de palpación. Vemos cantidad de personas que en las aglomeraciones y en los lugares concurridos frotan su cuerpo, como inadvertida o inevitablemente. Se diría que tienen el traje sensible como la piel, y la piel eléctrica como los gatos. La mano es utilizada en última instancia, porque en la mano está siempre la responsabilidad. Como que la mano es el más consciente de los aparatos del hombre y el más responsable, según lo demuestran las historias de la civilización y de la moral. La ciudad tiene un traje de la piel y una piel del traje. Bástale a muchos ese roce furtivo para consuelo de su orfandad, y solamente las mujeres no comprenden bien esto.
Olfato
La ciudad atrofia los sentidos: acorta y enturbia la vista, encallece el pie, embrutece el oído. El olfato es atrofiado insensiblemente, como sentido de la intemperie y de los efluvios terrestres. ¿Quién huele la ciudad? Es inodora. Tendrá su olor, pero no lo percibimos nosotros, como lo demuestra el hecho de que tenemos que ponernos a pensar a qué huele. Sólo llegando de las sierras, del mar o del campo, se barrunta apenas: humedad, gases de combustión, alquitrán, polvo y el complejo de las emanaciones que salen de los negocios, las casas de vecindad, los depósitos de comestibles. Cuando en cambio vamos de la ciudad al campo, el olfato se rehabilita. Percibe el aroma de las hierbas, de la tierra seca o húmeda, de los árboles, del aire y sus matices, de las flores y los animales invisibles. Este sentido, inexistente en la ciudad, sale de su letargo y redescubre el mundo. Como sentido el más adjunto a lo orgánico y vital, se restaura en seguida aunque se lo amortigüe al extremo. Tiene tendencia, la ciudad, a velar los sentidos en una especie de anticipo exquisito de la muerte, y para eso comienza a homogeneizar los olores; cada simple olor va disuelto en un tono urbano y todos juntos dan la suma de su olor, que al fin no percibimos. Todo tiene algo de pintado, para el olfato. Las flores de la ciudad son adornos para la vista; las de los cementerios tienen un olor funeral y la de los ramos huelen a florería más que a flor. El papel pintado es la imagen gráfica del olfato en la ciudad. No olemos nada, vemos más bien. El olor de Buenos Aires es una droga anestésica. Las iglesias, los Bancos y las tiendas perduran en sus notas olfativas genéricas y acaso únicamente los teatros y cines tienen un repertorio particular de olores, conforme a los programas. En fin, tenemos sordera de olfato.
El olor de Buenos aires es cambiante y sutil, y si no tiene olor para nosotros es porque, en general, no la entendemos. El forastero trae su nariz cosmopolita obturada; al campesino le duele la cabeza y no sabe por qué. Antes Buenos Aires olía para todos, de creer a Hudson, hombre fidedigno como el que más. Él llamaba a Buenos Aires , porque la conoció cuando estaba en plena faena de servir a las industrias capitales del país(1). Ahora que sirve a las industrias del extranjero, no tiene olor: non olet, como Vespasiano decía del dinero de los impuestos a las cloacas.
La zona sur daba entonces olor a Buenos Aires. Ahí estaban los saladeros; olor de matadero y tenería(2). Como aun en ciertas noches de verano sahumaba su husmo de carne descompuesta o hervida sobre la silenciosa paz de los habitantes, contrarrestado por los aromas forestales de los otros barrios(3). Antes de hacernos perder nuestro olfato ha ido perdiendo su olor. Hace pocos años —veinte— el ciego podía aún orientarse por el olfato. Las farmacias emanaban prismas de alcanfor, desinfectantes, pastillas de goma e ingredientes de recetas complicadas; las tiendas, de jabones perfumados y telas, géneros y ambiente de cueva encantada; los mercados, de carne, pescado, frutas, hortalizas, bien definidos; los corralones, de estiércol; las fondas, de guisados y restos de vino en el mantel. Las notas que ofrecía al acto olfativo del ciego eran más nítidas, diferenciadas en relieves, y no necesitaba él de quien le guiase. Por eso ahora hay muchos menos ciegos por las calles; andan desorientados y perdidos por donde no se los puede encontrar. La locomoción a sangre saturaba de hierbas fermentadas el ambiente; las victorias y los carros cargados irradiaban efluvios que lo orientaban a uno y lo aseguraban de la estabilidad del barrio entero. Hoy son la nafta, el aceite quemado, las mecanizadas moléculas emitidas por los motores y el asfalto, cuando hace calor, lo que predomina sobre todos los olores característicos, hasta el punto de formar un olor homogeneizado que parece el de la Corporación Nacional de Transportes.
Los días de lluvia huele la ciudad en los cinematógrafos y especialmente en los cafés, tranvías y ómnibus. La humedad despega de las ropas una emanación que pertenece por igual al cuerpo del individuo y al de la ciudad, que depositan juntos sus exudaciones en el traje. En esos días Buenos Aires surge personal de la cáscara de los olores generalizados. Sí; es él.
La nariz de los extranjeros tampoco es testimonio eficaz. Buenos Aires huele a limpieza, a salud, a bienestar, a papel moneda, a lo que no significa nada para el olfato. Hamlet, ¿qué pensaría? Londres huele a carbón lejano y húmedo; París a tapices; Nueva York a cedro y bronce bancarios; Roma a piedra; Madrid a cocido y Buenos Aires ¿a qué? No podría decirlo, pero con la certeza del animal aquerenciado, la distinguiría de todas las restantes ciudades del mundo. Conocemos que cada barrio tiene su repertorio de aromas, y asimismo las casas de escritorios, los inquilinatos, los hoteles y, sin embargo, la definición se encierra en un enigma de cielo estrellado. ¿Serán las mujeres las que dan perfume y vida a las ciudades? ¿serán ellas las que ponen signos recognoscibles en las cosas de la ciudad? ¿se ligará a sus cuerpos y sus ropas aquel instinto de la querencia con que dije que era posible descubrir a ciegas a Buenos Aires en el mundo? Al pasar, cada mujer nos brinda una variedad local de colonias y extractos y corpúsculos de su ser, que suelen diversificarse siempre dentro de la tonalidad en moda y del barrio, la hora y el lugar precisos, conservando una tónica fundamental que condiciona los demás sutiles olores de las cosas. Señalaríamos sin error nuestra ciudad como el amnios vital donde existimos con la vida profunda del organismos aclimatado. Belgrano, Palermo, Boca, Chacarita, Caballito, tienen una resultante olfativa peculiar, como tienen su luz vespertina y su acento, y esto sólo puede sentirse como formando un plexo de notas vitales, orgánicas, que actúan sobre el instinto de la permanencia, como quizá la fuerza de cohesión de los animales gregarios, generalmente de olfato muy desarrollado.
Sólo percibimos la suma y no los sumandos de las cosas; no olemos, ni vemos, ni oímos las cosas sino la ciudad que ahora non olet.
Gusto
Un observador poco perspicaz podría sentar el axioma de que lo fundamental en las comidas es el tiempo y no el menú. En los grandes hoteles y en los antiguos hogares, comer es un acto complicado que insume un par de horas por lo menos; en los restaurantes de mediana categoría y en los comedores burgueses poco menos de una hora, y en los restaurantes económicos, bares automáticos y dormitorios de pobres, algunos minutos. El tiempo de las comidas no guarda relación directa con el tiempo de la indigestión; de modo que se trata más bien que de los alimentos, del conjunto de los otros factores aparentemente extraños al acto de alimentarse, como las vitaminas lo son al volumen de lo que se ingiere. En fin, el menú suele ser con frecuencia el epítome culinario de la clase de vida que se lleva.
El gusto es un sentido que en el habitante de la ciudad va implícito en su situación social. Comemos bien, sin sibaritismo y sin personalidad, porque el gusto del porteño se ha tornado también mecánico y cosmopolita. El menú de nuestros abuelos, constituido por veinticinco platos distintos, conservaba un paladar nacional por el predominio de las carnes, especias y demás ingredientes preparados conforme a recetas oriundas del país o adaptadas desde siglos. Hoy en un almuerzo de tres platos reunimos tres países triangulares del globo, y no falta la promiscuidad de los banquetes oficiales donde el menú es un ágape de confraternidad internacional. Para nosotros comer no tiene nada que ver con lo que decimos y vivimos. Excepto los vegetarianos y dispépticos, nadie tiene prejuicios de raza en la comida. La mesa suele ser un programa de extrema izquierda, y no sé hasta dónde éste es un motivo de permanente lasitud de la nacionalidad, o de la anarquía en política y en ética. Se come de todo, sin discernimiento, pero no en cualquier parte ni a cualquier hora.
En los grandes hoteles, cuyos ventanales se le antojaban a Paul Morand palcos escénicos a la calle, se hace la fiesta de gala de la comida, mientras que en los bares automáticos se come como quien llena un zurrón. En unas partes se festeja bien y en otras se come mal.
El amante de las cosas del país puede encontrar locro, humita, empanadas, achuras asadas y otros platos nacionales, pero tendrá que dirigirse a casas que se especializan en esa clase de viandas exóticas. Lo que encontrará muy abundantemente son los platos tradicionales de nuestra cocina española, italiana y francesa. En resumidas cuentas, el puchero y el asado han permanecido hogareños; y si el visitante ha de guiarse sólo por el menú, difícilmente sabrá en qué país se encuentra. Tenemos el estómago poligloto e internacional.
Casi familiar, aunque precisamente donde hay menos familias y familiaridad, algunas casas sirven comidas módicas a precios económicos. Comedor familiar quiere decir únicamente comedor para pobres, dándosele al adjetivo la significación que tiene lo proletario con respecto a la prole.
Por pocos centavos pueden comer las vendedoras de tiendas, dactilógrafas y aquellos empleados y obreros de corto sueldo y larga jornada, cuando no quieren vender su patrimonio por un plato de lentejas. Comen la sopa, algún guiso, pan, y descansan un rato. Con muy poco puede vivir una persona, y aunque se ganara menos y se trabajara más, todavía se hallaría la forma de tirar adelante con la vida. Según estadísticas realizadas por personas competentes en la materia, con setenta y ocho pesos con cuarenta y cinco centavos puede vivir un matrimonio con dos hijos, incluyendo los gastos de tabaco del marido, alguna minucia de los caprichos de la mujer y el depósito de un peso en Caja de Ahorros para los chicos.
En esos comedores, instalados según el modelo del asilo para marineros, que son comercios aunque tienen el aspecto de asilos de caridad, entran gentes de todo matiz dentro de la variedad del obrero y del empleado, sobre todo las empleadas, que no pueden sentarse en el umbral a comer su merienda. Muchachas que visten bien, o a la manera de las que visten bien; muchachas que tienen vergüenza de que se las vea entrar en esos comedores, como si fueran a casas de cita. ¡Pobrecitas, con tanta abnegación y tanto pudor en la pobreza! Llegan, se sientan procurando hacer también economía del espacio que ocupan, y miran los precios de la lista antes que los platos. Piden lo que corresponde al precio, que casi siempre coincide con algo que estaban dispuestas a comer. En estos comedores se ve que la mujer necesita mucho menos espacio y mucho menos alimento que el hombre; son capaces de conformarse con su destino más heroicamente. Si después de haber comido se quedan un poco más, y esto suele estar en relación con la suma gastada, es porque no tienen adónde ir hasta la hora de volver al empleo. Algunas aprovechan para leer. Probablemente una novela —un poco autobiográfica— o los avisos de un diario del que han conservado sólo media hoja. No les interesan las noticias siempre tan abundantes sobre los sucesos mundiales, ni los acontecimientos importantes del país, como las elecciones u otras bagatelas por el estilo. Se limitan a leer en esta columna de esa página arrancada, algunos avisos jeroglíficos que sólo ellas entienden: .
No falta quien las mire insinuante, con el ofrecimiento fraternal de sí mismo a que lo obliga la situación similar en que se encuentran y también porque toda mujer que padece —pobreza, luto reciente, temor, vergüenza— excita al varón. Ellas bajan la cabeza; extraen con prisa de su cartera el lápiz de y el espejito, pagan y se apresuran a salir. Porque podrían creer que todavía necesitan comer algo más —y ellas están satisfechas.
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